Vivimos en un país aconfesional, y esto es verdad, pero ¿Qué significa vivir en un país aconfesional?, ¿se quiere y se está diciendo lo mismo cuando se afirma que vivimos en un país aconfesional que en un país laico, entendido este ,en términos laicistas?
Resumen
- No se puede identificar sin
más país laico, en los términos que este se entiende, con país aconfesional.
- Entonces, los que dicen
que España es un país laico, habrá que preguntarles qué entienden por país
laico. Desgraciadamente
identifican la aconfesionalidad con laicismo. Cuando hablan de un país laico lo hacen en términos de laicismo.
- El laicismo no respeta el
derecho a la libertad religiosa de los individuos.
- ¿Qué es el espacio
público? Acaso ¿no es lugar de todos los ciudadanos? Por lo tanto, la religión
no solo pertenece a esfera privada de los ciudadanos. Tiene manifestaciones también
públicas.
- La contratación
laboral de los profesores de religión corre a cuenta de la Administración
educativa.
- Esta contratación, en el sector público, no está vinculada a
criterios religiosos o confesionales.
- Los profesores
de religión no son remunerados por las confesiones religiosas, sino por la Administración
educativa con las que tiene suscrito un Convenio.
- El Estado
asume la impartición de la enseñanza religiosa en los centros educativos y su
financiación.
- Los profesores
de religión, presentados los posibles candidatos por la Autoridad religiosa ((en
caso de la Iglesia Católica, atendiendo a la
idoneidad académica (D.E.C.A.= Declaración Eclesiástica de Capacitación
Académica) y eclesial exigidas)), son contratados, cada curso escolar,
por las autoridades académicas.
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Algunos consideran que ciertas iniciativas políticas en materia religiosa
y moral en España no son sino expresión de una sana aconfesionalidad del
Estado, proclamada en el artículo 16.3 de la Constitución española:
“Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia Católica y las demás confesiones”.
Algunos opinan que las críticas vertidas a las iniciativas mencionadas por varios sectores de la sociedad, incluidas las confesiones religiosas, especialmente,
Ahora bien, existen al menos dos modelos o conceptos de comprensión de la
aconfesionalidad del Estado, tal y como se afirma en la Constitución española
uno denominado laicista; otro, laicidad o laicidad positiva.
A mi modo de ver, la distinción entre ambos modelos radicaría, más allá
de apreciaciones de tipo etimológico, en la consideración del derecho a la
libertad religiosa de los ciudadanos como parte del bien común que el Estado
debe proteger y favorecer o su contrario.
El modelo laicista
El modelo de aconfesionalidad laicista del Estado considera necesario,
como condición indispensable para la convivencia en una sociedad pluralista, la
eliminación de cualquier versión religiosa en el ámbito público y la
construcción de una sociedad sin referencias religiosas. La democracia, opinan
los defensores de este modelo, solamente puede realizarse en un clima de
estricto laicismo, en el que las instituciones públicas excluyen la vida
religiosa de los ciudadanos, y ésta pasa a ser una actividad estrictamente
privada, sin ninguna consideración por parte de las instituciones públicas ni
influencia en el desenvolvimiento de la vida social y pública. Pero el modelo
laicista no la única ni la mejor interpretación de la aconfesionalidad del
Estado, si atendemos a nuestra Constitución. No se puede identificar aconfesionalidad
de un Estado afirmando que se defiende un país laico. Si de verdad queremos
defender la aconfesionalidad de un Estado tenemos que entender país laico en
términos de laicidad positiva.
A mi modo de ver, este modelo erróneo de comprensión de la aconfesionalidad
del Estado hunde sus raíces en una errónea concepción de las relaciones entre
la sociedad civil y el Estado, entre lo político y lo social, entre lo público
y lo privado.
De forma muy sumaria, podríamos afirmar que el Estado, desde este modelo,
es el poder que determina el ámbito de lo político. La esfera política,
representada por el Estado, constituye la esfera pública que discurre en
paralelo a la esfera social. El Estado adquiere así una neutralidad respecto de
lo no-político, de lo social. En consecuencia, el Estado se autodefine neutral,
esto es, se presenta como válido para dejar intacto nuestro vivir social.
Ahora bien, la contrapartida necesaria es que tampoco nuestro vivir
social puede afectar al Estado: nuestras decisiones carecen de toda
trascendencia pública. Al ciudadano se le despoja de su responsabilidad por la
esfera política. El ejercicio de la libertad del ciudadano se reduce a la
elección entre lo que se propone como mero consumidor de lo que se ofrece. Es
verdad que el ciudadano tiene la posibilidad de elegir, en el amplio mercado de
cosmovisiones de vida, los valores que considere oportunos, pero los contenidos
de dicha elección son marcados por el poder político para el ámbito público.
Desde el modelo laicista, el ámbito público sólo es configurado por el
poder político que no permite ningún tipo de injerencia. Por esta razón, la
religión o el discurso de las instituciones religiosas debe desaparecer de la
esfera pública en el respeto al pluralismo de un Estado que no profesa religión
alguna.
En efecto, las religiones, al entrañar creencias y valores para la
acción, configuran la esfera pública, por lo que han de ser, según el
planteamiento laicista, relegadas al ámbito privado de la conciencia
individual.
Por tanto, el modelo laicista se sustenta en la idea de un Estado que
fagocita y sustituye a la sociedad civil. Sólo lo “estatal”, comprendido en
clave política-partidista, debe ocupar el ámbito público. El ejercicio
explícito del derecho a la libertad religiosa queda relegado al ámbito privado
de la conciencia individual. Como consecuencia el Estado queda “liberado” de la
religión y de su influjo, pues determina los contenidos y cánones morales en la
esfera pública. De esta manera, la esfera pública es la esfera de la a-religiosidad
y a-moralidad con respecto a los valores morales propuestos por las religiones.
Sin embargo, a su vez, la ideología laicista vierte en la sociedad sus patrones
obligatorios de conducta y comportamiento morales, lo que entraña evidentemente
una profunda transformación de la identidad cultural y social y la imposición
de modelos antropológicos y morales.
En consecuencia, desde la perspectiva laicista, las religiones y su
contenido moral que muchos ciudadanos profesan pertenecen al ámbito privado y
subjetivo con base exclusivamente emocional. Pero la moral, justamente porque
es el ámbito de las acciones humanas, ha de poder expresarse en reglas válidas
y justificables intersubjetivamente y, por ello, no puede tener como fundamento
algo individual o imparticipable como un sentimiento o una emoción.
Esta base teórica de la ideología laicista puede ser superada si rompemos
la barrera de separación impuesta entre lo político y lo social y hablamos en
términos de reconocimiento de la índole política de la sociedad. Afirmar que la
sociedad es política por naturaleza significa que es objeto de configuración,
activa y común. Pensar lo contrario es dejar en manos de unos pocos, la “clase
política”, la configuración de nuestra sociedad obviando que la forma que adopte
nuestro vivir social es fruto de nuestra consciente y deliberada
autodeterminación colectiva.
A esto se suma, como se verá más adelante, que el modelo laicista de
relación Iglesia y Estado no protege suficientemente la libertad religiosa,
como derecho fundamental reconocido por la Constitución
española.
La cooperación: Estado aconfesional y
creencias religiosas
Ahora bien, de la aconfesionalidad del Estado no se deduce que las
relaciones del Estado con las distintas confesiones religiosas se traduzcan en
términos de indiferencia o incluso oposición. Todo lo contrario, para la Constitución española
la relación del Estado con los representantes de las creencias religiosas de
los ciudadanos se articula en términos de cooperación,
o dicho de otro modo, de una laicidad positiva, por la que los gobernantes han
de tener en cuenta las confesiones religiosas que profesan sus ciudadanos[1].
Por tanto, del mandato constitucional de cooperación del párrafo 3 del
artículo 16 se desprende la obligación de los poderes públicos de no prescindir
de las creencias religiosas de los ciudadanos españoles, como factor social y
no como factor estatal, afirmándose la interrelación entre religiosidad y grupo
religioso institucionalizado. Se podría afirmar que lo que la Constitución española
plasma es una cierta valoración positiva de la realidad social religiosa. La
aconfesionalidad del Estado significaría que el Estado no asume como propia
ninguna confesión o credo religioso, precisamente para poder proteger y
fomentar la religión o las religiones que los ciudadanos quieran libremente
profesar y vivir.
Con todo, ocurre que, si el Estado es aconfesional, la sociedad no lo es,
porque los ciudadanos no quieren serlo, y es obligación, a tenor de nuestra
Constitución (art. 9.2), que el Estado promueva las condiciones necesarias para
que los derechos y las libertades sean reales y efectivas, remueva aquellos
obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y permitan a los ciudadanos
vivir conforme a sus creencias religiosas sin agravio de nadie, en el ejercicio
expreso y público del derecho de su libertad religiosa, pues el Estado es para
la sociedad, no la sociedad para el Estado. De ahí que en un país aconfesional
y en el que además existe un pluralismo religioso (ciudadanos que profesan
distintos credos religiosos), la presencia pública de la religión reflejará
necesariamente ese pluralismo. La religión de los ciudadanos pertenece al
ámbito privado, pero también tienen derecho los ciudadanos a la manifestación
pública de su religión.
Otro punto a destacar concierne al nivel de cooperación del Estado con
cada uno de los credos que conforman el citado pluralismo religioso. Siguiendo
el hilo de la exposición, la cooperación de los poderes públicos con respecto a
las distintas religiones y sus representantes tendrá en cuenta el número de
ciudadanos que profesan un credo religioso determinado, del mismo modo que, en
el terreno político, no es la misma subvención o ayuda la que se otorga a un
partido político con una representación ciudadana en la Cámara de los diputados de
un sólo escaño frente al partido político que obtiene más escaños. En este caso
la ayuda, presupuesto o subvención no se otorga por el simple hecho de las
siglas del partido concreto, sino porque las siglas de ese partido político
representan a un mayor número de ciudadanos de ese país.
De forma similar, el mayor nivel de cooperación en España entre la Iglesia católica y el
Estado, con respecto a otras confesiones religiosas, no se deriva de un trato
de favor y por ende un trato de desigualdad respecto a otros credos, sino que
dicho nivel de cooperación es mayor porque la Iglesia católica
representa a un número mayor de ciudadanos que eligen libremente profesar
privada y públicamente la fe católica en España.
El derecho a la libertad
religiosa-aconfesionalidad del Estado
El derecho a la libertad religiosa queda enunciado en nuestra Carta Magna
de la siguiente manera:
“Se garantizará la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”, art. 16.1.
Así también, la norma constitucional dispone en materia de educación religiosa:
“Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, art. 27.3.
A tenor de este artículo el derecho a la libertad religiosa no le corresponde al Estado la determinación sobre el significado último y total de la vida humana: es competencia de los padres, de los individuos, de la sociedad.
Son los ciudadanos, en este caso, los padres y no la imposición de un
determinado gobierno los que eligen la educación religiosa y moral que quieren
para sus hijos. Son los padres los que tienen el derecho de educar a sus hijos
conforme a sus convicciones morales y religiosas. Por su parte, el Estado tiene
la obligación de garantizar ese derecho que asiste a los padres articulando la
formación religiosa con carácter optativo para hacer efectivo dicho derecho.
Con todo, la ideología laicista niega el ejercicio de este derecho
fundamental de los padres, de los individuos y de la sociedad, cuando lo
interpreta únicamente como declaración de principios y no como el ejercicio de
una serie de valores morales que justamente el derecho a la libertad religiosa
encierra y que, como acabamos de señalar, el ordenamiento jurídico español
recoge.
Consiguientemente, la ideología laicista no respeta las confesiones
religiosas, sino al “yo” que la puede profesar privadamente. Las creencias
religiosas son dignas de respeto, desde la ideología laicista, no por sus
contenidos configuradores del ámbito publico, sino porque son el fruto en todo
caso de una elección libre y voluntaria, eso sí, vividos en la intimidad.
La obligación de los políticos es discernir qué creencias son las que
mejor informan la ética pública, esto es, el Estado cooperará con aquellas
confesiones que promuevan los derechos humanos y valores como la paz, la
libertad, el respeto, la fraternidad y la solidaridad.
Con otras palabras, la ideología laicista resulta parcial y poco apta
para respetar y favorecer la pluralidad que existe en la sociedad española en
cuanto a las preferencias religiosas de los ciudadanos, al imponer una
determinada ideología que, en vez de proteger el derecho a la libertad
religiosa de los ciudadanos, lo restringe y dificulta. En efecto, instruye con
un programa de “laicización” de la sociedad mediante la fuerza coercitiva del
poder político, democráticamente legitimado, que lleva consigo a que lo legal y
procedimentalmente justificado se torne moralmente legítimo.
Por el contrario, hablar en términos de cooperación y garantías en los
que la Constitución
española se expresa en cuanto a la relación del Estado con las confesiones
religiosas, es diametralmente opuesto a una consideración de la religión como
asunto meramente privado que propugna el laicismo.
En cambio, la laicidad positiva configurada por nuestro ordenamiento
constitucional implica no sólo respeto y promoción, por parte del Estado, del
derecho de libertad religiosa en su dimensión individual, sino también el
reconocimiento de las confesiones religiosas como sujetos colectivos de ese
derecho de libertad religiosa, con trascendencia social, y la atención del
Estado al pluralismo de creencias religiosas existentes en la sociedad,
arbitrando cauces y medios de diálogo y cooperación con ellas, por lo que
enriquece el propio sistema democrático. El poder político tiene que favorecer,
por consiguiente, la libertad religiosa como derecho fundamental digno de
protección, no sólo en su dimensión interna, sino también en sus
manifestaciones externas, por lo que la laicidad positiva garantiza el
ejercicio de los derechos derivados del de libertad religiosa: el derecho a
recibir asistencia religiosa, enseñanza religiosa, el derecho a contraer
matrimonio religioso con eficacia civil, celebrar las propias festividades,
recibir sepultura digna de acuerdo con las propias creencias...
En este sentido, el laicismo como ideología y actitud ante lo religioso
no tiene nada que ver con la aconfesionalidad de Estado y la solicitud y
protección del derecho a la libertad religiosa.
De esta interpretación laicista de la aconfesionalidad del Estado se
deriva que se quiera sacar la asignatura de religión de las escuelas, sean
estas públicas o privadas (a mi modo de ver, en la titularidad del centro
escolar no está el meollo de la cuestión) y en todo caso, en los centros
escolares privados o concertados ofrecer la religión como una asignatura o
actividad extraescolar, es decir, fuera del horario escolar, como danza,
patinaje, catequesis, piano…
Sin embargo, la asignatura de religión es una asignatura escolar (obligatoria
para los colegios, pero siempre optativa en su elección), igual que cualquier
otra asignatura (con lo que ello implica), por lo tanto también evaluable. La
asignatura de religión no es catequesis ni catecismo. No va a lo emocional o al
sentimiento del alumno. La enseñanza de la religión católica no es
adoctrinamiento, ilustra a los estudiantes sobre la identidad del cristianismo
y la vida cristiana, tiene referencias bíblicas, de la historia del cristianismo
y del culto, que permiten identificar y comprender los símbolos, las imágenes,
la arquitectura y el pensamiento cristiano que ha dejado huellas innegables en
nuestra cultura y que deben ser conocidas.
Conclusiones
La exclusión de lo religioso del ámbito público, que propugna la
aconfesionalidad del Estado entendida esta erróneamente como laicismo, comporta
un importante déficit democrático, puesto que en los países democráticos
cualquier criterio moral por contraria que sea a lo moralmente establecido como
bueno políticamente, ha de ser aceptado siempre y cuando respete las reglas
democráticas, y se formulen argumentaciones generalmente comprensibles y
constitucionalmente legítimas.
La diversidad es parte consustancial de la sociedad abierta y
democrática, donde se imponen los códigos de la tolerancia frente a la tiranía
excluyente y prohibicionista de la ideología laicista. No deja de ser
paradójico que viviendo en una sociedad relativista y subjetivista, el laicismo
tenga una pretensión de absoluto, de tal modo que el laicismo tiene su tiempo
en una democracia incompleta.
Por el contrario, la aconfesionalidad de un Estado en términos de
laicidad respeta el ejercicio del derecho a la libertad religiosa de los
ciudadanos. Libertad religiosa significa tener la capacidad de manifestarse y
actuar públicamente según las propias convicciones y creencias. Libertad
religiosa y correspondiente neutralidad del Estado no significan arreligiosidad
o “ateísmo” práctico del Estado. Pues un ateísmo práctico y público no es una
posición neutral ante lo religioso, sino una actitud manifiesta de carácter
anti-religioso. Se puede afirmar que el laicismo no es un ateísmo teórico de
tipo nietzscheano, sino un ateísmo práctico, pues el laicismo no constituye como
algunos pretenden una religión civil, sino una arreligiosidad de carácter
absoluto.
En definitiva, el Estado español no es constitucionalmente laicista, sino
que configura claramente un sistema de laicidad positiva. Este modelo, plasmado
en nuestra Constitución, entraña el efectivo reconocimiento del ejercicio de la
libertad religiosa como derecho fundamental del ciudadano, a cuyo servicio el
Estado ha de mantener con las confesiones religiosas las consiguientes
relaciones de cooperación.
Es urgente, por tanto, difundir una laicidad positiva, una neutralidad
positiva del Estado en materia religiosa, fundada en una justa autonomía del
orden temporal y del orden espiritual que favorezca una sana colaboración entre
el Estado aconfesional y las distintas religiones. La libertad religiosa es un
derecho de los ciudadanos cuyo ejercicio cualifica la vida y las actividades de
la persona, enriquece el patrimonio cultural de la sociedad y facilita la
convivencia justa y pacífica. O dicho de otra manera, el ejercicio del derecho
a la libertad religiosa es un bien indispensable para el desarrollo integral de
la persona humana y para la consecución del bien común de la sociedad que el
Estado debe proteger y fomentar.
Por tanto, el derecho a
la libertad religiosa en un Estado aconfesional se ha de entender como laicidad
y no interpretar la aconfesionalidad en términos laicistas. La laicidad es un
modelo válido para explicar las relaciones entre el Estado y las distintas
confesiones religiosas, y para garantizar el ejercicio, por parte de los
ciudadanos, de dicho derecho.
Este derecho se concreta
en que son las
iglesias y no el Estado, en virtud del reconocimiento de la garantía del
derecho a la libertad y religiosa y del derecho que asiste a los padres a
elegir la formación moral y religiosa para sus hijos conforme a sus
convicciones, las que pueden determinar el contenido de la enseñanza religiosa
a impartir.
[1] Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre
Enseñanza y Asuntos Culturales, de 3 de
enero de 1979 . La
Ley 24/1992, de 10 de noviembre, aprueba el Acuerdo de
Cooperación del Estado español con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de
España. La Ley
25/1992, de 10 de noviembre, aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado
español con la Federación de Comunidades Israelitas de España. La Ley 26/1992, de 10 de
noviembre, aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Comisión Islámica de España.
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