Otro concepto vinculado al anterior que también utilizan los que están a
favor de la eutanasia es el de “ayudar a morir”. Los que piensan así en el
fondo están diciendo: en estas condiciones de “fragilidad”, estas personas,
estos enfermos ¿para qué siguen viviendo?, ¿no sería mejor “ayudarles a morir”?
A esto se añade que muchos de estos no quieren vivir así, entonces, ¿no se podría
hacer nada para ahorrarles el trance de la muerte?
Efectivamente, los que están a favor de la eutanasia consideran que esta no
es matar a una persona que sufre una enfermedad grave e irreversible, sino
“ayudar a morir” por razones compasivas a aquellos que sufren una enfermedad, que
no conocen, personas que permanecen en estado vegetativo…
No obstante, aunque se utilice el término compasión para la justificación
de la eutanasia, no por ello se convierte en una opción ética correcta. El
término “compasión”, para el tema de la eutanasia, está mal utilizado, porque
se hace caso omiso de su significado real.
Compadecerse de alguien no significa “ayudarle” a que cesen todos sus
padecimientos, sino justamente lo contrario, “padecer con” significa compartir
la enfermedad y el sufrimiento ajenos, sentirlos, dolerse de ellos. No hay
compasión que lleve a la muerte, sino que ésta siempre lleva a la vida. La auténtica
compasión no considera como algo bueno la muerte de las personas “enfermas”. Al
contrario, la compasión es la actitud humana y respuesta adecuadas del otro
respecto a un ser humano que enferma. Y en su desvalimiento brilla, con más
resplandor si cabe, su “valor”.
Luego los médicos, si quieren seguir siendo médicos, no tendrían que
ceder a la tentación funcionalista de aplicar soluciones rápidas y drásticas, movidos
por una falsa compasión o por meros criterios de eficiencia y ahorro económico.
Se ve, por tanto, que en el tema de la eutanasia no sólo está en juego la
dignidad de la vida humana, sino también la dignidad de la vocación médica.
Parece, sin embargo, que los que abogan por una muerte por compasión (eutanasia)
no toleran convivir con el padecimiento ajeno, porque les enfrenta con el
propio. Les trae a la evidencia que la enfermedad también les afecta a ellos, y
les acabará salpicando de una u otra manera, antes o después. Sólo si se
entiende mal el término compasión se puede unir ésta con la eutanasia.
Además, si se admitiese una “eutanasia por compasión” se abriría una
puerta que sería muy difícil volver a cerrarla. Una vez abierta no tardaría en
colarse siniestras ampliaciones. Por ejemplo, ¿qué impediría aplicar la “muerte
por compasión” a los más débiles, a los deficientes, a los considerados
socialmente no útiles, a los que no pudieran manifestar su voluntad?, ¿cuál
sería el impedimento para suprimir la vida de los deficientes psíquicos profundos?,
¿no sería una manifestación de solidaridad social la eliminación de vidas sin
sentido, que constituyen una dura carga para los familiares y para la propia
sociedad?
En resumidas cuentas, aceptar la eutanasia sería apostar
inconscientemente por el fracaso de la sociedad. Cuando un enfermo pide la
muerte lo que está pidiendo es ayuda médica, acompañamiento humano y más
cariño. Si se le concede la muerte y el cumplimiento de su deseo, se le está
diciendo indirectamente: ¡Lo sentimos, nada más podemos hacer por ti!. En
cambio, la atención integral al enfermo, que incluye el acompañamiento, es la
mejor manera de ayudarle a morir, no “ayudándolo” a terminar con él.
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