martes, 24 de noviembre de 2009

Bioética:
El progreso de la ciencia al servicio de la dignidad humana
En la actualidad se suele identificar la bioética con un saber que se ocupa de los problemas éticos relacionados con la aplicación de las nuevas tecnologías a las ciencias biomédicas. Así es, numerosas son las perspectivas y los problemas originados por el gran desarrollo de las ciencias médicas y biológicas. El progreso de dichas ciencias abre, sin duda, horizontes fascinantes, posibilidades positivas muy amplias y prometedoras.

El desarrollo sin precedentes de las ciencias biomédicas en las últimas décadas ha ampliado de manera inusitada las posibilidades de intervenir técnicamente en la vida humana, planteando con especial urgencia la cuestión de los límites y los criterios para discernir lo técnicamente posible de lo éticamente posible en este campo.

Los problemas éticos generados por las ciencias biomédicas no agotan, sin embargo, el significado que el término "bioética" tenía cuando el oncólogo V. R. Potter lo acuñó en los años setenta. Este autor propuso una ciencia cuyo objeto fuese el de mediar entre el mundo de los valores éticos y el mundo de los hechos biológicos. Para Potter, la bioética debía ocuparse no sólo de la vida humana, sino también, de los efectos que la aplicación de las nuevas tecnologías tendría sobre la vida en general. De este modo, la bioética enlazaba con la preocupación ecológica, que en aquel momento parecía señalar un límite al proyecto moderno de dominio técnico de la naturaleza.

Con todo, la bioética quiere ser una reflexión ética, que emerja, como exigencia intrínseca de la misma actividad científica; crear un vínculo entre el desarrollo tecnológico y el progreso humano, una conciliación de los avances de la técnica con las exigencias de la humanidad, mediación que pasa ineludiblemente por el respeto a la dignidad de todo ser humano.

Ahora bien, es preciso señalar que la reflexión acerca del alcance y los límites de la ciencia no es objeto de una ciencia particular, sino de la filosofía. Esto justifica el peso de la reflexión filosófica en bioética. Por esta razón, se hace necesario la investigación y reflexión filosóficas en bioética, para que los descubrimientos y los avances de la técnica en el campo de la vida contribuyan al progreso del ser humano.

Desde esta perspectiva, nos introducimos, con este trabajo, en el campo de la filosofía, en concreto, en la distinción y complementariedad entre la racionalidad propia de la ciencia y la racionalidad propia de la ética. De entrada y sólo con una pretensión de una mejor comprensión del contenido de este artículo, voy a distinguir, por un lado, bioética, como ciencia que trata sobre los problemas éticos que plantea la acción humana que se refieren específicamente a la intervención del hombre sobre la vida humana. Y por otro, “ecoética” para referirme a los problemas éticos que plantea la acción humana que afecta a la relación del hombre con la naturaleza.

Vemos que en ambas definiciones nos estamos refiriendo a un mismo sujeto que actúa, el ser humano. Sin embargo, ambas definiciones difieren en el “objeto” sobre el que se ejerce dicha acción, la vida del hombre y la naturaleza respectivamente. En este último punto –la relación del ser humano con la naturaleza o su entorno– es preciso aclarar la distinta relación que el hombre establece con la naturaleza respecto a la que establecen los animales.

El dinamismo de la acción humana, a diferencia de los animales, es consecuencia de una actividad intelectual y volitiva en el ejercicio libre de sus facultades. Por eso, el mundo para el hombre no es sólo un entorno de subsistencia, sino, sobre todo, la condición de posibilidad para ejercer su existencia. El mundo constituye el hábitat de todos los seres humanos. El hombre da lugar a procesos o acciones que no pueden reducirse a determinaciones prefijadas: la relación entre el hombre y el mundo se da en un horizonte de libertad. El ser humano no está plenamente adaptado a un ambiente, tiene que construirse su propio entorno vital.

El ser humano ciertamente es un ser biológico, pero también y, sobre todo, un ser que tiene que decidir y vivir su vida. Es un ser libre que hospeda en su interior la permanente tarea de su propia humanización, de aquellos que le rodean y del mundo que habita. El ser humano no realiza esta tarea de manera instintiva, como sucede en el caso de los animales, sino que la alcanza a través de sus elecciones, decisiones y acciones libres.

Así también, el ser humano, a diferencia de los animales que refieren su entorno a sí mismos, posee conciencia reflexiva que le hace capaz de distinguirse a sí mismo de su mundo, operar autónomamente en el mundo, sin estar sometido a meras respuestas ante las configuraciones del medio que sean biológicamente relevantes. El hombre se enfrenta a su entorno como un conjunto de objetos, como realidades distintas de él mismo. Esto significa que capta las cosas como realidades y se capta a sí mismo como sujeto activo. Este hecho abre un mundo de posibilidades de acción. El animal, en cambio, habita en un medio cerrado. El hombre se percibe distinto a la naturaleza, por eso se abre a un mundo de realidades objetivas que puede modificar[1]. El ser humano, no el animal, tiene la capacidad de utilizar unos objetos para construir otros, esto es, posee inteligencia y capacidad técnica.

Esta capacidad intelectual abre al hombre a perspectivas indefinidas, no sólo de conocimiento, sino también de acción. La inteligencia proporciona al hombre la facultad de captar el medio en cuanto medio, precisamente porque conoce las cosas como realidades objetivas. Y esta capacidad le abre la posibilidad de intervenir activamente en ellas. Por este motivo, el carácter progresivo de la ciencia y técnica humanas tiene su fundamento en la inteligencia como capacidad de captación de la relación medio-fin que a su vez se basa en la conceptualización de los objetos como realidades objetivas[2].

El mundo del hombre es un mundo poblado de objetos que no son resultado de las fuerzas naturales, sino de su inteligencia y manipulación. Un mundo poblado de objetos con los que el hombre ha podido “dominar” cada vez más, gracias a la técnica, las fuerzas naturales, y configurar ámbitos según sus proyectos y no según los condicionamientos de la naturaleza.

No cabe duda que el progreso de la ciencia y de la técnica constituye un instrumento clave para mejorar la calidad, el bienestar y la expectativa de vida de los seres humanos. La aplicación de la tecnología al campo de la biología y de la ecología, está ayudando al hombre a resolver problemas tan graves como el de la energía, de la nutrición, del agua, del medio ambiente, la lucha contra las enfermedades. Las posibilidades técnicas de intervención del hombre en la propia vida humana y en su entorno han aumentado extraordinariamente. Como consecuencia, las condiciones de la vida humana sobre la tierra han ido mejorando sucesivamente. Pero, a su vez, el ser humano corre el riesgo de convertirse en una pieza más de la objetivación del mundo por medio de la técnica. El progreso científico-técnico ilimitado no sólo puede modificar los ritmos y leyes de la naturaleza, sino también puede llegar incluso a poner en grave riesgo la desaparición de la vida humana sobre el planeta. Baste como ejemplo, el mal uso de una técnica devastadora de nuestro entorno vital (el calentamiento de la tierra, el problema de la desertización voraz y destrucción de la capa de ozono y en consecuencia el denominado “efecto invernadero”) como de una técnica aplicada a la vida humana al margen de la defensa y protección del ser humano más débil (embriones “sobrantes” congelados, eutanasia, aborto, bebés-medicamento…): retos éstos en los que está en juego la identidad del propio ser humano.

Albert Einstein afirmaba que “nuestra tecnología ha superado a nuestra humanidad” y es cierto. Por ejemplo, intentamos, en estos últimos años, fabricar una nueva especie, denominada “transhumana”, producida por la ingeniería genética. Asistimos, de esta manera, a la tecnificación de la vida humana que adquiere una creciente eficiencia al precio de una pérdida de su sentido y significado. El calado ético-antropológico de este ejemplo y de otros muchos (la incidencia de las tecnologías en cuestiones relacionadas con el origen y el final de la vida humana) da lugar a que el sentido y significado de la vida humana integral sea uno de los mayores desafíos de la reflexión filosófica en los umbrales del siglo XXI.

Dada esta situación el ser humano ha de responder a una cuestión básica e ineludible: ¿es todo lo técnicamente posible moralmente aceptable, esto es, lo técnicamente posible es bueno en sí mismo? El imperativo científico del progreso, ¿está por encima de cuestiones de tipo ético, y ante el cual únicamente nos queda adaptarnos? Son éstas preguntas estrechamente conectadas con la consideración acerca de la relación entre ciencia, técnica y ética y cuya respuesta puede afectar de manera directa al futuro del ser humano.

La ciencia proporciona al hombre un tipo de conocimiento verdadero de la realidad. Sin embargo, el problema aparece al absolutizar la racionalidad científica como única racionalidad posible. El cientificismo respalda esta tesis. El cientificismo, que es una ideología y no ciencia, no reconoce ningún criterio ético que pueda regular el uso de la ciencia y sus aplicaciones técnicas. El rigor y la objetividad, según esta ideología, son un monopolio de la ciencia positiva: fuera de ella, por ejemplo, las cuestiones relativas al sentido de la ciencia, a la finalidad de la naturaleza humana, pertenecen al ámbito de la irracionalidad. Según esta perspectiva, la capacidad racional humana de comprensión de la realidad se limita a la racionalidad propia de la ciencia y de la técnica, en aras de un “progreso” al margen de toda reflexión ética. Sólo una concepción cientificista de la ciencia puede presentar como modelo tal tipo de progreso.

En cualquier caso, la ideología cientificista implica no reconocer ningún criterio ético que pueda regular el uso de la ciencia. Esta idea reduccionista de progreso y de ciencia, por la que la ciencia experimental se convierte en paradigma exclusivo de conocimiento válido y criterio inmediato de acción, no deja lugar para la ética. La ciencia experimental se daría así la medida de su propio límite: el técnico. Sin límite ético alguno, la ciencia y la tecnología se convierten en ideología tecnocrática, cuya pretensión es impedir el juicio público acerca de sus fines y medios. Desde una ideología cientificista, los avances y descubrimientos que se ocupan de la vida del hombre y que originan problemas éticos se les intentan dar una solución técnica, ya sea científica o jurídica, pero no ética. En este sentido, J.M. García Gómez-Heras afirma: “La racionalidad conforme a valores es desplazada durante la modernidad por la racionalidad conforme a resultados, situando a la ciencia en un espacio de neutralidad axiológica en el que desaparece la ética”[3].

Esta ideología tan extendida en el ámbito de la divulgación científica y filosófica, que ha penetrado profundamente en el acervo cultural de la sociedad actual, no es acorde, sin embargo, con una acertada comprensión de la racionalidad práctica. El lugar de encuentro de la racionalidad técnica y ética en el interior de la racionalidad práctica tiene su origen en el propio hombre que conoce y actúa racionalmente.

Como ya ha indicado, en la actualidad se da cierta atmósfera intelectual que tiende a considerar de forma independiente la esfera técnica y ética. Esta atmósfera viene propiciada por una civilización que reverencia a la técnica y a la acción instrumental que la caracteriza. Desde este supuesto, la racionalidad práctica se entiende en clave de racionalidad técnica, esto es, en razón instrumental que lleva a considerar a la racionalidad ética como instancia ajena y externa a la misma, relegada, en todo caso, a la esfera de lo emocional y subjetivo, sin posibilidad alguna de encuentro en la propia racionalidad de la acción que se realiza.

Pero la ética, como reflexión acerca de las acciones humanas, no es una instancia externa a la ciencia y la técnica, sino constitutiva a ellas. El juicio ético no es extrínseco a la ciencia y la técnica, al contrario, es intrínseco a las mismas en cuanto actividades humanas.

Un caso paradigmático de esta ruptura entre acción ética y acción técnica en el interior de la esfera práctica se encuentra en la perspectiva adoptada por corrientes de carácter utilitarista y pragmatista. En efecto, estas corrientes filosóficas configuran un modelo de racionalidad práctica, es decir, tiene en su haber orientar la acción humana. Influyen de manera decisiva en la configuración y justificación éticas y jurídicas de una técnica radicalmente separada de cualquier contexto ético. Por esta razón, la racionalidad que determina la racionalidad práctica es la racionalidad técnica: lo que es posible hacerse debe hacerse.

En concreto, para el utilitarismo, la razón técnica-instrumental, o lo que es lo mismo, la racionalidad propia de la ciencia experimental, a quien la modernidad ilustrada había confiado la liberación del hombre y su avance hacia la vida feliz, aparece como arquetipo de racionalidad práctica, interesada por la eficacia en la relación de medios-fines: “La racionalidad conforme a valores es desplazada durante la modernidad por la racionalidad conforme a resultados, situando a la ciencia en un espacio de neutralidad axiológica en el que desaparece la ética”[4]. El utilitarismo repercute, por tanto, en la concepción de una razón práctica que transforma los preceptos morales en normas técnicas.

La racionalidad técnica-instrumental rige en la aplicación de la técnica en el campo de la ecología y la biología. Una racionalidad entendida como un saber hacer éticamente neutro, como instrumento de producción y dominio de objetos. En consecuencia, la razón instrumental se transforma en clave interpretativa del obrar humano: se ha de hacer lo que técnicamente puede hacerse. Además, el sentido y la valoración moral de las acciones no radica en ellas mismas, pues carecen de sentido, sino que se traslada al ámbito de los medios y la eficacia: las acciones se convierten en medios o herramientas para la obtención de resultados calculados.

Luego, el juicio moral de la ética utilitarista presupone un modo deficiente de razón práctica, al reducir a ésta a una razón meramente instrumental o calculadora. Una racionalidad basada exclusivamente en los medios. De tal manera que algo es racional cuando medio para un fin: la bondad del medio radica en ser el procedimiento adecuado para conseguir el fin propuesto.

Ciertamente, este modelo no responde a la exigencia de reconciliar técnica y ética. Considero que para llegar a una solución reconciliadora se precisa aclarar previamente el tipo de racionalidad que responde a cada una de ellas en el seno mismo de la racionalidad práctica. Efectivamente, la racionalidad ética y racionalidad técnica se distinguen por sus diferentes tipos de juicio: la primera justifica el valor intrínseco de los fines elegidos libremente, la segunda justifica los medios de manera “hipotética”.

El juicio técnico es el juicio que concierne a los medios. El juicio ético, por su parte, es el juicio correspondiente a los fines. A la técnica le compete, y por ello se habla también de racionalidad, “determinar con conocimiento de causa”, o si se quiere, dar razón del porqué de los medios. Su cometido reside en establecer cuáles deben ser los medios. Así pues, comporta una racionalidad del cómo, relativa a los medios, pero que no critica, ni evalúa, ni escoge los fines. O mejor dicho “pretende establecer ‘cómo’ se debe actuar para realizar fines (dados) del modo más eficaz”[5].

De lo visto hasta ahora se puede afirmar que la célebre sentencia utilitarista: “el fin justifica los medios” responde adecuadamente a una racionalidad técnica encerrada en sí misma y no como una de las dimensiones de la racionalidad práctica. La sentencia, desde una clave utilitarista-pragmatista, considera que los medios por sí mismos carecen de contenido moral, no son ni buenos ni malos; su bondad o maldad depende de si son útiles o aptos para la consecución de un fin. Por tanto, no se juzga la rectitud moral del fin de la acción y del que obra, sino la eficacia, pues una cosa adquiere categoría de racionalidad en la medida que sirve para el logro de un objetivo[6].

En definitiva, la razón práctica utilitarista deriva en razón puramente técnica-instrumental, en lógica de los medios, regida por el criterio de utilidad. Se advierte, de esta forma, la complementariedad existente entre la racionalidad instrumental de la técnica y la racionalidad propugnada por el utilitarismo: “La razón científico-técnica se erige razón constituyente de sus propios objetos, plenamente libre en su ejercicio para ordenar, utilizar los bienes-cosa al fin que la razón calculadora decide en cada caso otorgarle”[7]. Con otras palabras: la bondad o maldad de los actos reside en el ajuste perfecto entre los medios empleados y el objetivo propuesto, por lo que el mal moral se explica como simple error técnico.

De esta forma, el paradigma de la racionalidad técnica radica en la eficacia: “Por consiguiente, la ‘lógica interna’ de la racionalidad técnica no es delimitar los posibles, sino realizar todos los posibles”[8]. La racionalidad técnica, desde estos parámetros, no tiene límite, pues con que algo sea posible hacerse debe hacerse, o mejor dicho, todo lo técnicamente posible, puede ser llevado y debe ser llevado a cabo. Lo técnicamente posible es, de esta manera, moralmente legítimo y adquiere sentido de obligatoriedad moral. Este modelo de racionalidad técnica aplicada a la naturaleza llega a ser expresión de una voluntad de poder. Implica no tener en cuenta los fines y el valor de los seres vivos, de la vida natural del ser humano, de los ecosistemas y del medio ambiente.

En cambio, para la racionalidad ética el fin bueno no justifica un medio malo. La razón ética no puede aceptar la sentencia mencionada, porque realiza un juicio concerniente a los valores y fines que existen y deben respetarse, y a los medios en tanto que medios: “La razón práctica busca lo que se debe hacer, la razón técnica busca lo que es más útil hacer con vistas a algún objetivo, pero que, en tanto tal, no es lo que es debido en sí”[9].

En pocas palabras, el juicio ético, al abordar directamente la justificación de los fines, el porqué del deber ser de los fines, no contempla la realización de todos los posibles, sino sólo de aquellos que deben ser realizados distinguiéndolos de aquellos otros que no deben ser ejecutados[10], es decir, la realización de aquellos fines que contribuyan a una mayor humanización del hombre y su mundo.

La racionalidad práctica juzga la legitimidad de los medios, de lo que el ser humano puede hacer técnicamente (racionalidad técnica) comparándola con otros fines, a saber, con lo que éticamente debe hacer (racionalidad ética). Existe, efectivamente, una tensión entre racionalidad técnica y racionalidad ética cuya fractura o separación lleva a la fagocitación de la razón ética por parte de la técnica, como instancia que se ocupa del dominio de unos “posibles” y unos medios.

La ruptura apuntada ha influido y sigue influyendo en el concepto de racionalidad práctica referente a la propia vida del hombre y a su relación con la naturaleza. La razón técnica se convierte en clave única de interpretación, tanto de la cuestión ecológica como bioética. Se imposibilita, de esta forma, cualquier discurso acerca de la racionalidad ética de las mismas. Se establece un debate público referido exclusivamente a los medios, a los procedimientos necesarios para el progreso exclusivo de una biotecnología y “ecotecnología” ciegas, evitando el discurso estéril de los fines propios de la racionalidad ética.

Esta situación refleja no sólo una reducción de la racionalidad práctica, al no considerar los fines que la racionalidad ética propone juzgar, sino también –resulta imprescindible señalarlo, pues la mayoría de las veces pasa desapercibido– supone una reducción de la propia razón técnica, pues la racionalidad propia acerca de los medios, no puede ignorar los fines y los valores juzgados por la racionalidad ética, si quiere continuar formando parte de una racionalidad que concierne a las acciones humanas. En efecto, la racionalidad ética y técnica confluyen en el horizonte de las acciones humanas. Técnica y ética se necesitan mutuamente porque la técnica sin ética es ciega (la razón ética proporciona “orientación” a la racionalidad conforme a los medios), pero la ética sin técnica es vacía.

De algún modo, la pérdida de sentido y de referentes éticos, en concreto, acerca de la vida humana o las contemporizaciones con necesidades de tipo pragmático, han conducido a aumentar las medidas de “control jurídico”. Constantemente se precisan legislaciones, códigos, declaraciones, decretos que respondan a nuevas propuestas técnicas y proporcionen instrumentos para controlar algunas intervenciones del hombre que pueden ser desarrolladas a espaldas de cualquier criterio ético. Así, la vida humana se queda sin más referente ético que la propia e hipotética eficacia de tales avances. Se abre, de esta manera, una ventana para que sea el mercado con sus propias reglas e intereses quien incida negativamente en la comprensión de la relación del ser humano con la vida humana y con la naturaleza.

Volvemos al punto inicial, la reducción de la racionalidad práctica, a una razón instrumental propia de la racionalidad técnica, acarrea un déficit de libertad, determinada a guiar su conducta por el mandato propio de la técnica: el mandato de la eficacia de los medios. La técnica deja de ser una dimensión de la racionalidad humana para convertirse en mera producción autómata.

Sin embargo, la racionalidad práctica es el horizonte de la libertad humana. La libertad constituye el elemento esencial de las acciones verdaderamente humanas. La recuperación de la racionalidad práctica pasa por el redescubrimiento del ser humano como un ser libre, que tiene en sus manos la decisión de sus acciones (fines y medios) que configuran nuestro marco de referencia tanto personal como social.

El dominio “sin dominio ético” de la técnica sería expresión de una voluntad de poder que determina y decide no sólo la vida natural de los seres humanos, sino también la vida del propio planeta, en la que éstos se reducen a valor de uso con fecha de caducidad.

Por consiguiente, el punto de convergencia entre ciencia-técnica y ética radica en la acción humana libre y responsable, no entendida en términos de “dominio”, sino de “cuidado” de la vida de los seres humanos y de la naturaleza como patrimonio de toda la humanidad. De ahí que la tarea principal del hombre sea dominar su propio “dominio”, para lo que se precisa de una regulación ética, medida por el respeto a la dignidad humana, no de la humanidad en abstracto, pues ésta, en más de una ocasión, se ha convertido en la excusa perfecta para lo contrario, sino como bien común, es decir, al servicio de la vida de cada uno de los seres humanos, especialmente de los más débiles y desprotegidos.

La comprensión de la dignidad humana como bien común, que en este trabajo se menciona brevemente, abre nuevas perspectivas para la reflexión. Este enfoque abandona el camino solipsista de la interpretación de la dignidad y vida humanas como bienes exclusivamente de carácter individualista o como términos vacíos incapaces de guiar la acción.

En definitiva, la dignidad humana ha de ser el principio que oriente la preocupación por una biotecnología y ecotecnología que pueden convertirse en amenaza para la vida del hombre en el mundo y para el propio ser humano. Ambas, como actividades humanas dirigidas por la razón ética, y desde una solidaridad universal de los bienes naturales, han de ser expresión y manifestación de lo que la dignidad humana reclama y que se expresa en las acciones que el hombre realiza. El ser humano se humaniza, a través de sus acciones, en el reconocimiento del ser humano en la corporalidad del otro semejante a él y en el cuidado de un mundo que le ha sido otorgado.

Esta solidaridad se traduce en la responsabilidad y la obligación humanas con la generación humana presente y futura para que cada uno de los seres humanos pueda acceder a los bienes naturales y humanos necesarios para poder vivir una vida digna.

Finalmente, el planteamiento aquí expuesto no quedará en una declaración de buenas intenciones, siempre y cuando, ciencia y técnica redescubran su vocación como compromiso al servicio de la vida y dignidad humanas. Sólo así la bioética cumpliría su objetivo de armonizar los avances científicos en beneficio de cada uno de los seres humanos. Tarea que ha de ser acometida en el marco de una comunicación interdisciplinar entre todos los saberes que confluyen en la comprensión y valoración de la vida humana.

[1] Cf. A. Llano. “Ciencia y vida humana en la sociedad tecnológica”, en N. López Moratalla (ed.) Deontología Biológica. Facultad de Ciencias. Universidad de Navarra. Pamplona, 1987, pp. 126-128.
[2] Cf. Idem, p. 128.
[3] García Gómez-Heras, J.M., Teorías de la moralidad. Introducción a la ética comparada, Síntesis, Madrid 2003, p. 343.
[4] Idem, p. 343.
[5] Cf. E. Agazzi. “Filosofía técnica y filosofía práctica”, en M. Vega, CE. Maldonado, A. Marcos (coords.) Racionalidad científica y racionalidad humana, Universidad de Valladolid, Universidad El Bosque (Bogotá). 2001, p. 45
[6] Cf. M. Santos. En defensa de la razón. Estudios de ética, Eunsa. Pamplona, 1999, p. 174.
[7] Idem, p. 157.
[8] E. Agazzi. “Filosofía técnica y filosofía práctica”, p. 47.
[9] Idem, p. 47.
[10] Cf. Idem, p. 47.

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