Por Fernando Rodríguez Doval
La libertad religiosa es un derecho humano fundamental, así reconocido y consagrado en numerosos instrumentos jurídicos internacionales.[1]. Podemos definirlo como el derecho fundamental que tenemos los seres humanos de tener creencias religiosas y poderlas profesar y practicar tanto en lo público como en lo privado, sin ser coaccionados por ello. En este sentido, la libertad religiosa también ampara a las personas que hayan decidido no tener ni practicar religión alguna.
En tanto que derecho humano fundamental, la libertad religiosa no es algo que el Estado otorgue o conceda graciosamente, sino que es algo que se deriva de la dignidad eminente de la persona. Por lo tanto, el Estado debe reconocer y garantizar este derecho. Sus únicas limitaciones deben ser los derechos de terceros, así como aspectos como la seguridad pública o la protección del orden.
La libertad religiosa no implica únicamente la libertad de creencia y de culto. Es un derecho público, es decir, es un derecho externo que implica la libertad de actuar en la vida social y política conforme a esas creencias.
El derecho a la libertad religiosa está indisolublemente unido a otros derechos, por lo que el grado en el que se respeta y garantiza la libertad religiosa constituye un indicador acerca de la salud de un régimen político que se considere democrático. El Centro para la Libertad Religiosa del Instituto Hudson, en Washington, analizó la relación entre libertad religiosa y otras libertades en 101 países. En este estudio se comprobó que la libertad religiosa está fuertemente asociada a la libertad civil y política, la libertad de prensa, la libertad económica y una democracia prolongada[2]
Dicho lo anterior, es necesario preguntarse qué forma de organización política estatal garantiza de mejor manera el derecho humano a la libertad religiosa.
A lo largo de la historia han existido diversos modelos en cuanto a la relación entre la Iglesia y el Estado, entre el poder espiritual y el temporal, entre las autoridades religiosas y las autoridades políticas. Hoy parece quedar claro que un Estado laico es el que mejor garantiza el derecho a la libertad religiosa.
El Cardenal Angelo Scola define a la laicidad como la no identificación, por parte del Estado, con ninguna de las partes implicadas, es decir, con sus intereses e identidades culturales, sean religiosas o laicas[3]. Javier Álvarez Perea, por su parte, define a la laicidad como “la situación de no imbricación de los asuntos públicos con los asuntos religiosos. Lo cual implica una separación efectiva entre la Iglesia y el Estado. Manteniendo, ambos, sus respectivas esferas de actuación, pero abiertas al diálogo y a la cooperación en aquellas situaciones en las que se puedan requerir mutuamente”[4].
Vemos, pues, que el Estado laico, en virtud de su propia naturaleza, no interfiere en las opciones libres de sus ciudadanos en materia religiosa y no impone una creencia religiosa como propia, declarándose neutral en la materia. Así entendida, la laicidad se nos presenta como algo benéfico para la sociedad, ya que respeta y garantiza los derechos fundamentales del ser humano y asegura la independencia entre la esfera política y la esfera religiosa, sin que esta independencia suponga confrontación o falta de diálogo y cooperación.
Ahora bien, la neutralidad religiosa de un Estado no supone que, en tanto que organización política suprema de la sociedad, el Estado desconozca la tradición histórica y cultural de la nación. Es así como, por ejemplo, en Estados Unidos el Presidente jura el cargo sobre una Biblia, en Argentina el Presidente inicia su mandato con un Te Deum o en España el Rey presenta una ofrenda cada año al Apóstol Santiago.
Sin hablar de que la gran mayoría de las constituciones democráticas incluyen en sus preámbulos algún tipo de invocación divina o de reconocimientos de sus raíces religiosas, sin que eso signifique una imposición religiosa o un menoscabo a las libertades democráticas. Por eso es que en materia de laicidad no existen modelos puros y universales, sino que cada nación, a partir de su cultura, tradiciones, usos y costumbres, puede delimitar su propio esquema.
Por otro lado, la neutralidad del Estado en materia religiosa –e ideológica, como veremos a continuación— tampoco supone que el Estado permanezca indiferente a determinados principios fundamentales, como la dignidad humana, los derechos de la persona o la soberanía popular. Son los valores prepolíticos y constitutivos de los regímenes democráticos.
Finalmente, la laicidad no solamente quiere decir que el Estado no imponga una religión, también implica, por analogía, que no pretenda imponer una visión omnicomprensiva de la realidad, es decir, una ideología.
Así, a lo largo de la historia hemos visto Estados que se han declarado “socialistas”, “comunistas”, “fascistas”. Todo ello va en detrimento de la laicidad del Estado y de la libertad de las personas.
Al respecto, bien señalan Jocelyn Maclure y Charles Taylor que “un régimen que sustituya, en el fundamento de sus actuaciones, la religión por una filosofía secular totalizadora convierte a todos los fieles de una religión en ciudadanos de segunda fila puesto que no abrazan las razones y los valores integrados en la filosofía reconocida oficialmente”[5].
Éste es, precisamente, el grave riesgo del laicismo y de la ideología de la corrección política.
A diferencia de la laicidad, que respeta y garantiza la libertad para creer o no creer de todos los ciudadanos, el laicismo se presenta como una filosofía moral totalizadora y excluyente. El laicismo pretende erradicar del espacio estatal y público cualquier expresión religiosa, partiendo de la premisa de que la religión puede ser una potencial fuente de conflicto entre los ciudadanos, por lo que su manifestación pública debe ser limitada y acotada.
Este laicismo, por supuesto, no es neutral, porque adopta el concepto del mundo y del bien de los ateos y de los agnósticos y, en consecuencia, no trata en un esquema de igualdad a los ciudadanos que profesan algún tipo de religión. Para el laicismo, la total separación de Iglesia y Estado o la neutralidad religiosa de éste adquieren más importancia que el respeto a la libertad religiosa de los individuos, convirtiendo en fines a lo que simplemente son medios procedimentales para que las personas puedan vivir en libertad. Y desconociendo, además, que la laicidad es un atributo de una organización política, mientras que la libertad religiosa es un derecho de las personas.
Muy relacionado con este laicismo, está la ideología de la corrección política. Ricardo Dudda la define de la siguiente forma:
La corrección política es varias cosas: una actitud moralizante que busca corregir desigualdades mediante símbolos o reglas de comportamiento; una intervención sobre el lenguaje, a veces demasiado ingenua, que tiene que ver con los eufemismos y los neologismos. Pero es también lo que sus críticos afirman: una ortodoxia o una serie de valores que se han convertido en un dogma incuestionable.[6]
Basándose en la premisa de que existen identidades colectivas que han padecido discriminación durante siglos, la corrección política inculca un sentido de obligatoriedad moral y política en áreas que, sin embargo, son absolutamente cuestionables y discutibles.
De esa forma, pretende eliminar la discusión pública sobre temas que, por su propia naturaleza, debería estar siendo constantemente replanteados y reflexionados. Quien no comparte los dogmas puritanos o las verdades oficiales de la corrección política, corre el riesgo de ser cancelado, tal y como hoy en día ocurre en universidades, instituciones públicas y medios de comunicación en todo el mundo.
Es tal la intolerancia de esta nueva ortodoxia, que incluso en julio pasado se publicó un manifiesto en la revista Harper’s de Nueva York en donde se critica esta cultura de la cancelación, firmada por 152 escritores, académicos y artistas que denuncian que el libre intercambio de información e ideas se está volviendo cada vez más restringido, por culpa de una censura que se ha convertido en intolerancia hacia los puntos de vista opuestos o que se salgan de un cierto conformismo o consenso ideológico.[7]
Una laicidad auténtica debe permitir e incluso promover el intercambio fructífero entre las diferentes cosmovisiones a fin de encontrar puntos en común que ayuden a una sociedad a desarrollarse más integralmente.
En su famosa obra La democracia en América, Alexis de Tocqueville señalaba que las religiones tienen una función relevante en la formación de virtudes cívicas y, por lo tanto, son una oportunidad y no una amenaza para un sistema democrático.[8] Como bien han reconocido filósofos contemporáneos como Jürgen Habermas –quizá el más preclaro exponente de una moral no derivada de fundamentaciones metafísicas—, no son pocas las ocasiones, en el mundo entero, en que la religión motiva a los ciudadanos individualistas a involucrarse en su comunidad para sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común.
En este esfuerzo, el católico –al igual que el creyente de cualquier otra religión— no debe renunciar a su propia singularidad: sólo puede haber diálogo fecundo desde la claridad de las convicciones propias.
En una sociedad democrática, ninguna voz debe ser acallada, cancelada ni suprimida del diálogo público. Todas las opciones espirituales y morales deben poder ser escuchadas en el debate sobre los grandes desafíos de una sociedad.
La Iglesia Católica debe tener, al igual que cualquier otra, todo el derecho a aportar sus puntos de vista en cualquier deliberación pública. Esta participación de ninguna manera viola la laicidad del Estado; por el contrario, la fortalece al fomentar la pluralidad de ideas y opiniones.
Sí violan la laicidad del Estado quienes pretenden silenciar voces disidentes e imponer una ideología omniabarcante, como el laicisimo o la corrección política.
(Este artículo fue publicado originalmente en la “Revista Forja”)
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[1] Véase Jorge Adame Goddard, “La libertad religiosa y su protección jurídica en el ámbito internacional”, en Jorge E. Traslosheros (coord.), Libertad religiosa y Estado laico. Voces, fundamentos y realidades, Porrúa, México, 2012, pp. 47-64.
[2] Mencionado en Timothy Shah, Libertad religiosa. Una urgencia global. Rialp, Madrid, 2013, p. 61.
[3] Angelo Scola, Una nueva laicidad. Temas para una sociedad plural, Encuentro, Madrid, 2007, p. 20.
[4] Javier Álvarez Perea, El colorante laicista, Rialp, Madrid, 2012, p. 66.
[5] Jocelyn Maclure y Charles Taylor, Laicidad y Libertad de Conciencia, Alianza, Madrid, 2011, p. 26.
[6] Ricardo Dudda, La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos, Debate, Barcelona, 2019, p. 50.
[7] Puede consultarse este manifiesto en: https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/
[8] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Alianza, Madrid, 2005.
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