Transcribo un escrito del padre dominico Martin Gelabert Ballester que me parece muy interesante:
No es la primera vez que trato del problema del mal. En este artículo quisiera notar la imagen de Dios que subyace (quizás sin darnos cuenta) en determinados modos de relacionar a Dios con el mal, inspirándome en la filosofía de Gabriel Marcel.
El hecho del mal es el gran argumento del ateo, ya que, en su opinión, el mal sería incompatible con la existencia de Dios. El problema no es, pues, la existencia del mal (esta realidad la constatan también los creyentes), sino el juzgar absolutamente incompatible la existencia del mal (dato constatable) y la de Dios (dato no constatable). Si así fuera, la opinión del ateo tendría una buena base racional.
Para aclararnos sobre este asunto, supongamos el caso de un niño pequeño que, en ausencia de su niñera, se hiere al jugar con unos cuchillos. Lo lógico sería pensar que, si la niñera hubiera estado allí, jamás el niño se hubiera herido. La única explicación lógica del niño herido es que la niñera estaba ausente. Siguiendo con esta lógica habría que pensar que si Dios existiera no permitiría que murieran los niños inocentes a causa de un terremoto, por ejemplo. Pero al razonar así, no nos apoyamos sobre una experiencia, sino sobre una cierta idea de Dios: si Dios existiera y fuera totalmente bueno y totalmente poderoso, no permitiría el mal.
No hay problema en conceder que Dios es bueno y poderoso, pero sí en conceder la conclusión que de ahí se deduce. Cuando hablo de la niñera estoy pensando en lo que cualquier persona con sentido común haría. Pero cuando aplico a Dios los criterios que aplico a la niñera, me pongo en lugar de Dios y doy por hecho que debe hacer lo que yo haría. Olvidamos que Dios siempre tiene en cuenta la libertad humana, no porque esté de acuerdo con lo que hacemos, sino porque está de acuerdo con la realidad humana que él ha creado y querido libre. Y esta libertad remite a nuestra responsabilidad.
Cuando exclamamos: “si Dios existiera”, o más exactamente: “si poseyera los atributos de los que le revestimos” no permitiría esas monstruosidades, estamos manifestando, sin darnos cuenta, una fe con condiciones. En el fondo es como si dijéramos: “yo creería en ti, Dios mío, si me aseguraras una serie de cosas favorables y evitaras una serie de inconvenientes”. La fe, en vez de ser incondicional, se convierte en un pacto. Entendida así, es fácil acusar a Dios de violar el pacto cuando ocurren cosas que no me gustan. O peor aún, y esa sería la conclusión del ateo: como yo tengo una determinada idea de Dios, como me he creado un Dios a mi medida, y Dios no se ajusta a esa idea, entonces eso significa que no existe. Cuando lo que de verdad no existe son las falsas ideas de Dios que yo me hago. El mal, por tanto, puede ayudarnos a purificar nuestra idea de Dios.
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