domingo, 25 de octubre de 2015

¿Es lo mismo un país aconfesional que un país laico?

        Vivimos en un país aconfesional, y esto es verdad, pero ¿Qué significa vivir en un país aconfesional?, ¿se quiere y se está diciendo lo mismo cuando se afirma que vivimos en un país aconfesional que en un país laico, entendido este ,en términos laicistas?

Resumen

- No se puede identificar sin más país laico, en los términos que este se entiende, con país aconfesional.

- Entonces, los que dicen que España es un país laico, habrá que preguntarles qué entienden por país laico. Desgraciadamente identifican la aconfesionalidad con laicismo. Cuando hablan de un país laico lo hacen en términos de laicismo.

- El laicismo no respeta el derecho a la libertad religiosa de los individuos.

- ¿Qué es el espacio público? Acaso ¿no es lugar de todos los ciudadanos? Por lo tanto, la religión no solo pertenece a esfera privada de los ciudadanos. Tiene manifestaciones también públicas.

- La contratación laboral de los profesores de religión corre a cuenta de la Administración educativa.

- Esta contratación, en el sector público, no está vinculada a criterios religiosos o confesionales.

- Los profesores de religión no son remunerados por las confesiones religiosas, sino por la Administración educativa con las que tiene suscrito un Convenio.

- El Estado asume la impartición de la enseñanza religiosa en los centros educativos y su financiación.

- Los profesores de religión, presentados los posibles candidatos por la Autoridad religiosa ((en caso de la Iglesia Católica, atendiendo a la idoneidad académica (D.E.C.A.= Declaración Eclesiástica de Capacitación Académica) y eclesial exigidas)), son contratados, cada curso escolar, por las autoridades académicas.
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Aconfesionalidad: ¿laicismo o laicidad?

Algunos consideran que ciertas iniciativas políticas en materia religiosa y moral en España no son sino expresión de una sana aconfesionalidad del Estado, proclamada en el artículo 16.3 de la Constitución española:

Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia Católica y las demás confesiones”.

          Algunos opinan que las críticas vertidas a las iniciativas mencionadas por varios sectores de la sociedad, incluidas las confesiones religiosas, especialmente, la Iglesia Católica, suponen una clara injerencia originada por la resistencia de su jerarquía a abandonar una situación de privilegio de la que gozaba en el pasado.

Ahora bien, existen al menos dos modelos o conceptos de comprensión de la aconfesionalidad del Estado, tal y como se afirma en la Constitución española uno denominado laicista; otro, laicidad o laicidad positiva.

A mi modo de ver, la distinción entre ambos modelos radicaría, más allá de apreciaciones de tipo etimológico, en la consideración del derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos como parte del bien común que el Estado debe proteger y favorecer o su contrario.

El modelo laicista

El modelo de aconfesionalidad laicista del Estado considera necesario, como condición indispensable para la convivencia en una sociedad pluralista, la eliminación de cualquier versión religiosa en el ámbito público y la construcción de una sociedad sin referencias religiosas. La democracia, opinan los defensores de este modelo, solamente puede realizarse en un clima de estricto laicismo, en el que las instituciones públicas excluyen la vida religiosa de los ciudadanos, y ésta pasa a ser una actividad estrictamente privada, sin ninguna consideración por parte de las instituciones públicas ni influencia en el desenvolvimiento de la vida social y pública. Pero el modelo laicista no la única ni la mejor interpretación de la aconfesionalidad del Estado, si atendemos a nuestra Constitución. No se puede identificar aconfesionalidad de un Estado afirmando que se defiende un país laico. Si de verdad queremos defender la aconfesionalidad de un Estado tenemos que entender país laico en términos de laicidad positiva.

A mi modo de ver, este modelo erróneo de comprensión de la aconfesionalidad del Estado hunde sus raíces en una errónea concepción de las relaciones entre la sociedad civil y el Estado, entre lo político y lo social, entre lo público y lo privado.

De forma muy sumaria, podríamos afirmar que el Estado, desde este modelo, es el poder que determina el ámbito de lo político. La esfera política, representada por el Estado, constituye la esfera pública que discurre en paralelo a la esfera social. El Estado adquiere así una neutralidad respecto de lo no-político, de lo social. En consecuencia, el Estado se autodefine neutral, esto es, se presenta como válido para dejar intacto nuestro vivir social.

Ahora bien, la contrapartida necesaria es que tampoco nuestro vivir social puede afectar al Estado: nuestras decisiones carecen de toda trascendencia pública. Al ciudadano se le despoja de su responsabilidad por la esfera política. El ejercicio de la libertad del ciudadano se reduce a la elección entre lo que se propone como mero consumidor de lo que se ofrece. Es verdad que el ciudadano tiene la posibilidad de elegir, en el amplio mercado de cosmovisiones de vida, los valores que considere oportunos, pero los contenidos de dicha elección son marcados por el poder político para el ámbito público.

Desde el modelo laicista, el ámbito público sólo es configurado por el poder político que no permite ningún tipo de injerencia. Por esta razón, la religión o el discurso de las instituciones religiosas debe desaparecer de la esfera pública en el respeto al pluralismo de un Estado que no profesa religión alguna.

En efecto, las religiones, al entrañar creencias y valores para la acción, configuran la esfera pública, por lo que han de ser, según el planteamiento laicista, relegadas al ámbito privado de la conciencia individual.

Por tanto, el modelo laicista se sustenta en la idea de un Estado que fagocita y sustituye a la sociedad civil. Sólo lo “estatal”, comprendido en clave política-partidista, debe ocupar el ámbito público. El ejercicio explícito del derecho a la libertad religiosa queda relegado al ámbito privado de la conciencia individual. Como consecuencia el Estado queda “liberado” de la religión y de su influjo, pues determina los contenidos y cánones morales en la esfera pública. De esta manera, la esfera pública es la esfera de la a-religiosidad y a-moralidad con respecto a los valores morales propuestos por las religiones. Sin embargo, a su vez, la ideología laicista vierte en la sociedad sus patrones obligatorios de conducta y comportamiento morales, lo que entraña evidentemente una profunda transformación de la identidad cultural y social y la imposición de modelos antropológicos y morales.

En consecuencia, desde la perspectiva laicista, las religiones y su contenido moral que muchos ciudadanos profesan pertenecen al ámbito privado y subjetivo con base exclusivamente emocional. Pero la moral, justamente porque es el ámbito de las acciones humanas, ha de poder expresarse en reglas válidas y justificables intersubjetivamente y, por ello, no puede tener como fundamento algo individual o imparticipable como un sentimiento o una emoción.

Esta base teórica de la ideología laicista puede ser superada si rompemos la barrera de separación impuesta entre lo político y lo social y hablamos en términos de reconocimiento de la índole política de la sociedad. Afirmar que la sociedad es política por naturaleza significa que es objeto de configuración, activa y común. Pensar lo contrario es dejar en manos de unos pocos, la “clase política”, la configuración de nuestra sociedad obviando que la forma que adopte nuestro vivir social es fruto de nuestra consciente y deliberada autodeterminación colectiva.

A esto se suma, como se verá más adelante, que el modelo laicista de relación Iglesia y Estado no protege suficientemente la libertad religiosa, como derecho fundamental reconocido por la Constitución española.
 
La cooperación: Estado aconfesional y creencias religiosas

La Carta Magna española declara, en efecto, que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal, principio de no confesionalidad del Estado, esto es, éste no asume ningún credo como religión del Estado.

Ahora bien, de la aconfesionalidad del Estado no se deduce que las relaciones del Estado con las distintas confesiones religiosas se traduzcan en términos de indiferencia o incluso oposición. Todo lo contrario, para la Constitución española la relación del Estado con los representantes de las creencias religiosas de los ciudadanos se articula en términos de cooperación, o dicho de otro modo, de una laicidad positiva, por la que los gobernantes han de tener en cuenta las confesiones religiosas que profesan sus ciudadanos[1].

Por tanto, del mandato constitucional de cooperación del párrafo 3 del artículo 16 se desprende la obligación de los poderes públicos de no prescindir de las creencias religiosas de los ciudadanos españoles, como factor social y no como factor estatal, afirmándose la interrelación entre religiosidad y grupo religioso institucionalizado. Se podría afirmar que lo que la Constitución española plasma es una cierta valoración positiva de la realidad social religiosa. La aconfesionalidad del Estado significaría que el Estado no asume como propia ninguna confesión o credo religioso, precisamente para poder proteger y fomentar la religión o las religiones que los ciudadanos quieran libremente profesar y vivir.

Con todo, ocurre que, si el Estado es aconfesional, la sociedad no lo es, porque los ciudadanos no quieren serlo, y es obligación, a tenor de nuestra Constitución (art. 9.2), que el Estado promueva las condiciones necesarias para que los derechos y las libertades sean reales y efectivas, remueva aquellos obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y permitan a los ciudadanos vivir conforme a sus creencias religiosas sin agravio de nadie, en el ejercicio expreso y público del derecho de su libertad religiosa, pues el Estado es para la sociedad, no la sociedad para el Estado. De ahí que en un país aconfesional y en el que además existe un pluralismo religioso (ciudadanos que profesan distintos credos religiosos), la presencia pública de la religión reflejará necesariamente ese pluralismo. La religión de los ciudadanos pertenece al ámbito privado, pero también tienen derecho los ciudadanos a la manifestación pública de su religión.

Otro punto a destacar concierne al nivel de cooperación del Estado con cada uno de los credos que conforman el citado pluralismo religioso. Siguiendo el hilo de la exposición, la cooperación de los poderes públicos con respecto a las distintas religiones y sus representantes tendrá en cuenta el número de ciudadanos que profesan un credo religioso determinado, del mismo modo que, en el terreno político, no es la misma subvención o ayuda la que se otorga a un partido político con una representación ciudadana en la Cámara de los diputados de un sólo escaño frente al partido político que obtiene más escaños. En este caso la ayuda, presupuesto o subvención no se otorga por el simple hecho de las siglas del partido concreto, sino porque las siglas de ese partido político representan a un mayor número de ciudadanos de ese país.

De forma similar, el mayor nivel de cooperación en España entre la Iglesia católica y el Estado, con respecto a otras confesiones religiosas, no se deriva de un trato de favor y por ende un trato de desigualdad respecto a otros credos, sino que dicho nivel de cooperación es mayor porque la Iglesia católica representa a un número mayor de ciudadanos que eligen libremente profesar privada y públicamente la fe católica en España.
 
El derecho a la libertad religiosa-aconfesionalidad del Estado

El derecho a la libertad religiosa queda enunciado en nuestra Carta Magna de la siguiente manera:

Se garantizará la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”, art. 16.1.

Así también, la norma constitucional dispone en materia de educación religiosa:

Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, art. 27.3.

A tenor de este artículo el derecho a la libertad religiosa no le corresponde al Estado la determinación sobre el significado último y total de la vida humana: es competencia de los padres, de los individuos, de la sociedad.

Son los ciudadanos, en este caso, los padres y no la imposición de un determinado gobierno los que eligen la educación religiosa y moral que quieren para sus hijos. Son los padres los que tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales y religiosas. Por su parte, el Estado tiene la obligación de garantizar ese derecho que asiste a los padres articulando la formación religiosa con carácter optativo para hacer efectivo dicho derecho.

Con todo, la ideología laicista niega el ejercicio de este derecho fundamental de los padres, de los individuos y de la sociedad, cuando lo interpreta únicamente como declaración de principios y no como el ejercicio de una serie de valores morales que justamente el derecho a la libertad religiosa encierra y que, como acabamos de señalar, el ordenamiento jurídico español recoge.

Consiguientemente, la ideología laicista no respeta las confesiones religiosas, sino al “yo” que la puede profesar privadamente. Las creencias religiosas son dignas de respeto, desde la ideología laicista, no por sus contenidos configuradores del ámbito publico, sino porque son el fruto en todo caso de una elección libre y voluntaria, eso sí, vividos en la intimidad.

La obligación de los políticos es discernir qué creencias son las que mejor informan la ética pública, esto es, el Estado cooperará con aquellas confesiones que promuevan los derechos humanos y valores como la paz, la libertad, el respeto, la fraternidad y la solidaridad.

Con otras palabras, la ideología laicista resulta parcial y poco apta para respetar y favorecer la pluralidad que existe en la sociedad española en cuanto a las preferencias religiosas de los ciudadanos, al imponer una determinada ideología que, en vez de proteger el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos, lo restringe y dificulta. En efecto, instruye con un programa de “laicización” de la sociedad mediante la fuerza coercitiva del poder político, democráticamente legitimado, que lleva consigo a que lo legal y procedimentalmente justificado se torne moralmente legítimo.

Por el contrario, hablar en términos de cooperación y garantías en los que la Constitución española se expresa en cuanto a la relación del Estado con las confesiones religiosas, es diametralmente opuesto a una consideración de la religión como asunto meramente privado que propugna el laicismo.

En cambio, la laicidad positiva configurada por nuestro ordenamiento constitucional implica no sólo respeto y promoción, por parte del Estado, del derecho de libertad religiosa en su dimensión individual, sino también el reconocimiento de las confesiones religiosas como sujetos colectivos de ese derecho de libertad religiosa, con trascendencia social, y la atención del Estado al pluralismo de creencias religiosas existentes en la sociedad, arbitrando cauces y medios de diálogo y cooperación con ellas, por lo que enriquece el propio sistema democrático. El poder político tiene que favorecer, por consiguiente, la libertad religiosa como derecho fundamental digno de protección, no sólo en su dimensión interna, sino también en sus manifestaciones externas, por lo que la laicidad positiva garantiza el ejercicio de los derechos derivados del de libertad religiosa: el derecho a recibir asistencia religiosa, enseñanza religiosa, el derecho a contraer matrimonio religioso con eficacia civil, celebrar las propias festividades, recibir sepultura digna de acuerdo con las propias creencias...

En este sentido, el laicismo como ideología y actitud ante lo religioso no tiene nada que ver con la aconfesionalidad de Estado y la solicitud y protección del derecho a la libertad religiosa.

De esta interpretación laicista de la aconfesionalidad del Estado se deriva que se quiera sacar la asignatura de religión de las escuelas, sean estas públicas o privadas (a mi modo de ver, en la titularidad del centro escolar no está el meollo de la cuestión) y en todo caso, en los centros escolares privados o concertados ofrecer la religión como una asignatura o actividad extraescolar, es decir, fuera del horario escolar, como danza, patinaje, catequesis, piano…

Sin embargo, la asignatura de religión es una asignatura escolar (obligatoria para los colegios, pero siempre optativa en su elección), igual que cualquier otra asignatura (con lo que ello implica), por lo tanto también evaluable. La asignatura de religión no es catequesis ni catecismo. No va a lo emocional o al sentimiento del alumno. La enseñanza de la religión católica no es adoctrinamiento, ilustra a los estudiantes sobre la identidad del cristianismo y la vida cristiana, tiene referencias bíblicas, de la historia del cristianismo y del culto, que permiten identificar y comprender los símbolos, las imágenes, la arquitectura y el pensamiento cristiano que ha dejado huellas innegables en nuestra cultura y que deben ser conocidas.


Conclusiones

La exclusión de lo religioso del ámbito público, que propugna la aconfesionalidad del Estado entendida esta erróneamente como laicismo, comporta un importante déficit democrático, puesto que en los países democráticos cualquier criterio moral por contraria que sea a lo moralmente establecido como bueno políticamente, ha de ser aceptado siempre y cuando respete las reglas democráticas, y se formulen argumentaciones generalmente comprensibles y constitucionalmente legítimas.

La diversidad es parte consustancial de la sociedad abierta y democrática, donde se imponen los códigos de la tolerancia frente a la tiranía excluyente y prohibicionista de la ideología laicista. No deja de ser paradójico que viviendo en una sociedad relativista y subjetivista, el laicismo tenga una pretensión de absoluto, de tal modo que el laicismo tiene su tiempo en una democracia incompleta.

Por el contrario, la aconfesionalidad de un Estado en términos de laicidad respeta el ejercicio del derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos. Libertad religiosa significa tener la capacidad de manifestarse y actuar públicamente según las propias convicciones y creencias. Libertad religiosa y correspondiente neutralidad del Estado no significan arreligiosidad o “ateísmo” práctico del Estado. Pues un ateísmo práctico y público no es una posición neutral ante lo religioso, sino una actitud manifiesta de carácter anti-religioso. Se puede afirmar que el laicismo no es un ateísmo teórico de tipo nietzscheano, sino un ateísmo práctico, pues el laicismo no constituye como algunos pretenden una religión civil, sino una arreligiosidad de carácter absoluto.

En definitiva, el Estado español no es constitucionalmente laicista, sino que configura claramente un sistema de laicidad positiva. Este modelo, plasmado en nuestra Constitución, entraña el efectivo reconocimiento del ejercicio de la libertad religiosa como derecho fundamental del ciudadano, a cuyo servicio el Estado ha de mantener con las confesiones religiosas las consiguientes relaciones de cooperación.

Es urgente, por tanto, difundir una laicidad positiva, una neutralidad positiva del Estado en materia religiosa, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del orden espiritual que favorezca una sana colaboración entre el Estado aconfesional y las distintas religiones. La libertad religiosa es un derecho de los ciudadanos cuyo ejercicio cualifica la vida y las actividades de la persona, enriquece el patrimonio cultural de la sociedad y facilita la convivencia justa y pacífica. O dicho de otra manera, el ejercicio del derecho a la libertad religiosa es un bien indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y para la consecución del bien común de la sociedad que el Estado debe proteger y fomentar.

Por tanto, el derecho a la libertad religiosa en un Estado aconfesional se ha de entender como laicidad y no interpretar la aconfesionalidad en términos laicistas. La laicidad es un modelo válido para explicar las relaciones entre el Estado y las distintas confesiones religiosas, y para garantizar el ejercicio, por parte de los ciudadanos, de dicho derecho.

Este derecho se concreta en que son las iglesias y no el Estado, en virtud del reconocimiento de la garantía del derecho a la libertad y religiosa y del derecho que asiste a los padres a elegir la formación moral y religiosa para sus hijos conforme a sus convicciones, las que pueden determinar el contenido de la enseñanza religiosa a impartir.







[1] Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, de 3 de enero de 1979. La Ley 24/1992, de 10 de noviembre, aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España. La Ley 25/1992, de 10 de noviembre, aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Federación de Comunidades Israelitas de España. La Ley 26/1992, de 10 de noviembre, aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Comisión Islámica de España.

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