sábado, 24 de octubre de 2015

Positivismo y Dignidad de la Persona II.


Consenso y relativismo

Es indudable que uno de los factores que influyen de manera decisoria actualmente en la idea de consenso es el relativismo –que no es sino la asimilación de la verdad relativa y revisable a la que llega la ciencia experimental– de carácter antropológico, epistemológico y ético.

         En efecto, las tesis relativistas sostienen, resumidamente, que no existen verdades absolutas: el ser humano no puede alcanzar ninguna verdad objetiva para todos y no hay acciones humanas buenas o malas por sí mismas. Las “verdades” y la moralidad de las acciones son relativas, pues éstas dependen de las circunstancias o de los sujetos que conocen y actúan.

         El concepto de “verdad” relativa aplicado a la ciencia considera que sólo puede ser verdadero aquello que podamos verificar y falsar. Esta premisa conduce a reducir la racionalidad humana a aquélla que sirve para alcanzar algunas verdades en el ámbito de las ciencias experimentales, es decir, a la racionalidad científico-técnica del empirismo y neo-positivismo.

         En el terreno moral, el relativismo, que caracteriza buena parte de la teoría ética contemporánea, niega validez universal a cualquier contenido moral: nada hay absolutamente bueno o malo. Cualquier afirmación moral no puede pretender establecerse como verdad objetiva, sino que cualquier verdad es subjetiva y privada. En este sentido, el consenso es la herramienta imprescindible en una sociedad pluralista, en la que no existe, ni el ser humano puede alcanzar (escepticismo ontológico y gnoseológico) una verdad objetiva, pues todas nuestras afirmaciones son parciales, y consecuencia de ello, es que lo bueno y lo verdadero socialmente han de ser establecidos por la mayoría.

          Sin embargo, el mismo escepticismo sobre el que se fundamenta el consenso se vuelve contra él, pues lo alcanzado, su contenido, es arbitrario.

         Con todo, los defensores del escepticismo gnoseológico sostienen que, en una sociedad pluralista, democrática y secularizada, los principios éticos que deben regular la sociedad civil han de ser formales, sin contenidos, procedimental y de normas, sin otra finalidad que la de hacer posible que cada uno de los individuos pueda llevar a cabo libremente su propia opción moral en la convivencia social. Por eso, hay que distinguir, según los defensores del relativismo, esta ética, una ética pública y laica que se mantiene neutral frente a los contenidos de valor, y se limita a establecer las normas mínimas que la sociedad democrática decide darse a sí misma, de la ética privada y religiosa que viene determinada por aquellos contenidos de valor que el individuo decide libremente dar a su propio proyecto de vida. Todos los proyectos de vida o las concepciones morales son igualmente correctos, y por lo mismo todas deben ser asumidas como moralmente verdaderas, por el simple hecho de haber sido libremente elegidas. Así una sociedad pluralista evita cualquier factor de dogmatismo, fundamentalismo e intolerancia, contrarias éstas al valor de libertad de una sociedad democrática.

         En efecto, la consecución de un bien utilitario y pragmático se reviste de cierta aura democrática, pues abarca la salud para el mayor número de personas: el bien de la “mayoría” viene a ser un ente de razón, que representa a toda la humanidad, y a cuyo servicio se sacrifican aquellos individuos humanos más débiles.

         Ahora bien, el ideal democrático de la igualdad de todos los seres humanos sólo es posible si se defiende su misma dignidad y valor y se protege la inviolabilidad e integridad de la vida humana. Por otro lado, la humanidad, exclusivamente, es real en todos y cada uno de los seres humanos, de tal forma que no es posible hablar de un bien para la humanidad si se atenta contra alguno de sus miembros.

La verdad y el bien: ¿cuestión de mínimos?
 
        En este contexto de relativismo moral surge la propuesta de buscar cierto consenso respecto a unos mínimos morales –exigibles a cualquier ciudadano de una sociedad pluralista–, esto es, una “ética de mínimos”, que garanticen el funcionamiento de una sociedad plural y democrática. La ética pública se interpreta como mínimo de normas exigibles y pactadas por individuos autónomos e independientes.
 
La “ética de mínimos” se justifica de la siguiente manera: en una sociedad con distintas y diversas visiones del mundo y del hombre, es difícil que exista acuerdo con relación a los fines que deben proponerse las personas humanas. Por esta razón, se considera que únicamente sería posible el acuerdo con relación a la determinación de los medios: lo realmente relevante son los aspectos procedimentales de formación de acuerdos. Pero, ¿es fruto del consenso el respeto inviolable que se debe a todo ser humano, o por el contrario, este principio es la base de todo acuerdo posterior? Si se niega esta última, entonces, irremediablemente, estamos abocados a la ley del más fuerte, esto es, la de aquellos que poseen más y mejores medios para imponer su voz.
 
Sin embargo, que el consenso sea el mecanismo o procedimiento legitimador de normas morales no significa que el consenso determine la bondad o justicia de las mismas. Entre otros motivos, cabe la posibilidad de que los ciudadanos convengan en algo injusto.
 
Efectivamente, todo consenso, por otra parte, siempre necesario, remite ineludiblemente a una “instancia” anterior como fundamento y criterio de cualquier consenso racional y democrático. Esta instancia, desde Platón y Aristóteles y como señala Spaemann, es lo “justo por naturaleza” o ley moral natural, pero que, paradójicamente, no aparece naturalmente.

Así es, la afirmación absoluta de la libertad individualista y la tesis del consenso social son extremos que se tocan en su común rechazo a la posibilidad de una instancia anterior que las fundamente. Sin embargo, la libertad individual y el consenso social adquieren su sentido pleno y reconciliador en la medida en que la libertad individual atiende a ciertas “normas” que son anteriores al propio deseo o interés, y por supuesto, a ciertas “normas” que no han sido consensuadas colectivamente en detrimento de las libertades individuales: lo justo por naturaleza.

Podemos traducir lo justo por naturaleza como la Ley natural, esto es, la ley de la razón práctica, y la razón humana es práctica por referencia a unos bienes incoados en nuestra naturaleza, y que captamos mediante nuestro intelecto. La ley natural se dirige, por una parte, a la prohibición absoluta de todas aquellas acciones cuya estructura intencional entraña una contradicción directa a cualquiera de los bienes apuntados en nuestras inclinaciones, por otra, el precepto positivo de realizar el bien.
 
La visión de lo justo por naturaleza en el hombre atiende tanto a lo racional como a lo natural en el hombre, o mejor aún, a la naturaleza racional del hombre o razón natural. Esto significa, al menos, que no todo en el hombre ni es pura convención ni libertad desencarnada o autonomía absoluta, pues su propia naturaleza racional no se la ha dado a sí mismo.
 
Así también, la referencia a lo natural en el hombre, como criterio que delimita tanto el individualismo como el puro consenso, remite a la relevancia de lo corporal del hombre, de las tendencias naturales de su organismo que apuntan a bienes. Estas tendencias no son estrictamente “naturales” como en los animales, sino tendencias cuyos bienes son integrados racionalmente. Pero, al mismo tiempo, esas tendencias le son proporcionadas a la razón y ésta puede conocerlas. Razón que, por otra parte, se caracteriza por la relativa indeterminación respecto a las tendencias naturales que la afectan, dando lugar a distintos modos culturales de realizar la misma naturaleza. Con razón Spaemann denomina a la cultura “naturaleza humanizada”. En definitiva, tendencias naturales y razón comportan una visión unitaria de toda la compleja realidad humana.
 
Conclusión
 
 Las convenciones son realmente humanas en la medida en que respetan la naturaleza del hombre. Se puede hablar de una sociedad humana, siempre y cuando, encuentra en la naturaleza del hombre su pauta de desarrollo.
 
La elaboración y la estructuración del derecho es inmediatamente un problema de la “recta ratio”, de la recta razón. Esta recta razón debe tratar de discernir qué es lo justo, el derecho en sí mismo, lo que es conforme a la exigencia interna del ser humano de todos los lugares, y que lo distingue de aquello que es destructivo para el hombre. Allí donde esta exigencia interior del ser humano, el cual está orientado como tal al derecho, allí donde esta instancia que va más allá de las corrientes mudables, no puede ser ya percibida, y, por tanto, el ser humano se ve amenazado en su dignidad.
 



 

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