La
exclusión de lo religioso del espacio público que propugna el laicismo comporta
un déficit democrático importante, puesto que en los países democráticos
cualquier criterio moral por contraria que sea a lo moralmente establecido como
bueno políticamente, ha de ser aceptado siempre y cuando respete las reglas
democráticas, y se formulen argumentaciones generalmente comprensibles y
constitucionalmente legítimas.
La
diversidad es parte consustancial de la sociedad abierta y democrática, donde
se imponen los códigos de la tolerancia frente a la tiranía excluyente y
prohibicionista de la ideología laicista.
Por
otro lado, no deja de ser paradójico que, viviendo en una sociedad relativista
y subjetivista, el laicismo tenga una pretensión de absoluto, de tal modo que
el laicismo tiene su tiempo en una democracia incompleta.
Por
el contrario, la aconfesionalidad de un Estado en términos de laicidad respeta
el ejercicio del derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos. Libertad
religiosa significa tener la capacidad de manifestarse y actuar públicamente
según las propias convicciones y creencias. Libertad religiosa y
correspondiente neutralidad del Estado no significan arreligiosidad o “ateísmo”
práctico del Estado. Pues un ateísmo práctico y público no es una posición
“neutral” ante lo religioso, sino una actitud manifiesta de carácter
anti-religioso. Se puede afirmar que el laicismo no es un ateísmo teórico de
tipo nietzscheano, sino un ateísmo práctico, pues el laicismo no constituye
como algunos pretenden una religión civil, sino una arreligiosidad de carácter
absoluto.
El
Estado español no es constitucionalmente laicista, sino que configura
claramente un sistema de laicidad positiva. Este modelo, plasmado en nuestra
Constitución, entraña el efectivo reconocimiento del ejercicio de la libertad
religiosa como derecho fundamental del ciudadano, a cuyo servicio el Estado ha
de mantener con las confesiones religiosas las consiguientes relaciones de
cooperación.
Es
urgente, por tanto, difundir una laicidad, una neutralidad positiva del Estado
en materia religiosa, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del
orden espiritual que favorezca una sana colaboración entre el Estado
aconfesional y las distintas religiones. La libertad religiosa es un derecho de
los ciudadanos cuyo ejercicio cualifica la vida y las actividades de la
persona, enriquece el patrimonio cultural de la sociedad y facilita la
convivencia justa y pacífica.
En
definitiva, el concepto de comprensión de la aconfesionalidad del Estado,
recogida en nuestra Constitución, como laicidad, no como laicismo, es la única
interpretación que contempla el ejercicio del derecho a la libertad religiosa
como bien indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y de
los ciudadanos, y para la consecución del bien común de la sociedad que el
Estado debe proteger y fomentar.
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