Que mi libertad termina donde empieza la del
otro puede quedarse en un eslogan simplemente teórico, nada práctico, si se
reduce la libertad a un concepto exclusivamente individualista, convirtiendo,
además, dicha concepción en un absoluto. Entendida la libertad en estos
términos, esta frase es un eslogan vacío de contenido, porque nadie sabe
exactamente cuál es ese lugar donde termina la libertad de uno y empieza la del
otro, y mucho menos quién y cómo fija ese límite.
Una concepción de la libertad individualista,
por tanto, reduccionista, está detrás de otra frase que hemos oído muchas veces:
“Hago lo que quiero porque soy libre”.
Millones de personas la han esgrimido para hacer cuanto les viene en gana, sin
saber, en realidad, que no están haciendo un uso de la libertad que les humanice.
En efecto, esta sentencia parece hablar a favor de la libertad del ser humano,
pero, en el fondo, es signo de una gran esclavitud: la esclavitud del yo.
La visión de una libertad individualista se
entiende únicamente como posibilidad de elegir, no como capacidad para respetar
mi dignidad y hacer el bien a los demás. Estos no son los que están cerca de uno
y comparten las mismas opiniones; sino, sobre todo, son aquellos con los que
nos encontremos a lo largo de nuestra vida, especialmente, los más débiles y
vulnerables.
Un primer paso hacia la plena libertad consistiría
en la autorregulación, es decir, en un
control de nuestros deseos, asumiendo la responsabilidad de nuestra actuación
personal.
Un segundo paso sería llevar a cabo en nuestra
vida el dicho por todos conocido: "Trata
a los demás como querrías que te trataran a ti o no hagas a los demás lo que no
quieras que te hagan a ti".
Un tercer paso consistiría en ser empáticos, es decir, en ser capaces de ponerse en lugar del otro. No
hay auténtica empatía, si no ponemos en práctica acciones para no ofender a los
demás. No juzguemos: ¡Antes de juzgar mi
vida o mi carácter... ponte en mis zapatos!
Somos libres para hacer el bien, para ser
responsables de los demás y del mundo. Una libertad meramente individual, olvidándonos
del otro, se convierte en libertinaje. El ser humano no es un ser aislado, no es una isla, sino que es
un ser que es y vive en convivencia con los demás. No se es independiente como si no
se tuviese relación con los otros. Las acciones de todo ser humano influyen en
uno mismo y en los demás.
Buenos días.
ResponderEliminarMuchas gracias Padre Roberto Germán.
Me parece muy aplicable esas reflexiones en los sanitarios. Nosotros todos los días atendemos pacientes en quienes la autorregulación, el trato, la empatía y el respeto, son elementos fundamentales para poder desarrollar la labor asistencial. Cuando tienes ante tí un paciente con un problema, no puedes quedarte en lo puramente material e individualista, tienes que ir más allá, tienes que valorar a la persona, y en ello entran esos valores que usted tan claramente nos recuerda.
Muchísimas gracias.
Saludos cordiales.
Juan Martínez
Muy estimado Roberto : Tan acertado como siempre... Qué casualidad que esta mañana estaba leyendo una entrevista al entonces Cardenal Ratzinger en un libro titulado Nadar contra corriente. Es una edición a cargo de José Pedro Manglano en Planeta Testimonio. 2011 pp. 166-167. Probablemente lo tengas y en caso contrario vale la pena comprarlo por el resto de las entrevistas que son magníficas. Si no quieres comprarlo me lo dices y te envío escaneadas esas dos páginas.
ResponderEliminarGracias por tus reflexiones tan útiles también en esta Capellanía. Un fuerte abrazo y a tu disposición
Muchas gracias, pero no sé a quién dirigirme
EliminarGracias, Roberto, qué claras y profundas a la vez son tus reflexiones. A mí me parece, en efecto, que en general, se confunde libertad con autonomía cuando la libertad plena, ligada -como bien señalas- a la responsabilidad, es un bien y valor más preciado y edificante de la persona.
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